Ir al contenido principal

Huellas doradas.


Se acercaban las fiestas de fin de año. Épocas de balance de introspección. Tiempos donde mirar atrás es lo cotidiano y no lo ocasional.

Martín lo sabía, lo respiraba, lo sentía. Durante los últimos veinte años, antes de Navidad se preguntaba si había valido la pena. Él había vivido gran parte de su vida con intensidad y gozo, su intuición lo había guiado cuando su inteligencia fallaba en mostrarle el mejor camino.

Casi todo el tiempo se había sentido en paz y feliz. Y, sin embargo, cada fin de año ensombrecía su ánimo aquella sensación de haber dedicado demasiadas horas al día a sí mismo. Cierto es que debió aprender, con mucho esfuerzo, a hacerse cargo de sí y que se amaba lo suficientemente como para intentar procurarse lo mejor.

No obstante, Martín hacía todo lo posible por no dañar a los demás, especialmente a aquellos que estaban más cerca, a quienes ubicaba en el mundo de sus afectos. Quizá por eso le dolían tanto las recriminaciones injustas, la envidia de los otros o las acusaciones de egoísta que recogía con demasiada frecuencia de boca de extraños y conocidos.

¿La búsqueda de su propio placer era suficiente para dar significado a su vida?

¿Se definía él mismo como un hedonista centrando su existencia en su satisfacción individual?

¿Cómo armonizar los sentimientos de goce personal con sus principios éticos, con sus creencias religiosas, todo lo que había aprendido de sus mayores?

¿Qué sentido tenía una vida que empezaba y acababa en él mismo?

Aquel año, más que otros, estos pensamientos le abrumaron.

Veía a la gente hablando sobre las fiestas, a sus amigos y familia consultándose dónde las pasarían, a quién invitarían, con quién tendrían deseos de encontrarse. Y, por alguna razón, él no se sentía incluido, no se juzgaba merecedor, no era como ellos. Todos parecían tan preocupados por los demás...

Tenía que tomarse un tiempo para reflexionar sobre su presente y sobre su futuro.

Martín puso unas pocas cosas en su mochila y partió en dirección al monte.

Le habían hablado del silencio de la cima y de cómo la vista del valle fértil ayudaba a poner en orden los pensamientos de quien llegaba hasta allí. En el punto más alto del monte giró para mirar su ciudad, quizá por última vez.

Atardecía y el poblado se veía hermoso desde allí.

Quizá debía irse. Dejar en manos de los demás lo que tenía. Repartir la cosecha de toda su vida y, a pesar, de su ausencia, dejarla como legado, como un buen recuerdo para los demás.

En otro país, en otro pueblo, en otro lugar, con otra gente, podría empezar de nuevo. Una vida diferente, una vida de servicio a los demás, una vida solidaria. Estaba decidido: arreglaría las cosas y, antes de Nochebuena, partiría para siempre.

-Por una moneda te alquilo el catalejo.

Era la voz de un viejo que apareció desde la nada con un pequeño telescopio plegable entre sus manos y que ahora se lo ofrecía con una mano, mientras con la otra, tendida hacia arriba, reclamaba su moneda.

Martín encontró en su bolsillo la moneda buscada y se la alcanzó al viejo, que desplegó el catalejo y se lo dio. Después de mirar durante un rato consiguió ubicar su barrio, la plaza y hasta la escuela frente a ella.

Algo le llamó la atención. Un punto dorado brillaba intensamente en el patio del antiguo edificio. Martín separó sus ojos de la lente, parpadeó varias veces y volvió a mirar. El punto dorado seguía allí.

-¡Qué raro! –exclamó Martín sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.

-¿Qué es lo raro? –preguntó el viejo.

-El punto brillante... –contestó-. Ahí, en el patio de la escuela. Es demasiado temprano para armar el árbol de Navidad... Y además, en la escuela no cuelgan luces...

Martín tendió el telescopio al viejo para que viera lo que él veía.

-Son huellas –dijo el anciano.

-¿Qué huellas? –preguntó Martín.

- Tuyas –dijo el anciano-. ¿Te acuerdas de aquel día...? Debías de tener siete años. Tu amigo de la infancia, Antonio, lloraba desconsolado en el patio de la escuela. Su madre le había dado unas monedas para comprar un lápiz para el primer día de clase. ¿Recuerdas? Él había perdido el dinero y lloraba a mares.

Martín buscó infructuosamente en su memoria. El viejo, después de una pausa, siguió.

-¿Te acuerdas de lo que hiciste? Tú tenías un lápiz nuevo que ibas a estrenar aquel día. Pero te acercaste al portón de entrada y, cerrando la puerta sobre el trozo de madera, cortaste el lápiz en dos partes iguales. Luego le sacaste punta a la mitad cortada y le diste el medio lápiz nuevo a Antonio.

- No me acordaba –dijo Martín-. Pero eso, ¿qué tiene que ver con el punto brillante?

- Antonio nunca olvidó aquel gesto, y ese recuerdo se volvió importante en su vida.

- ¿Y?

- Hay acciones en la vida de uno que dejan huellas en la vida de otros –explicó el viejo-. Las acciones que contribuyen a la felicidad de los demás quedan marcadas como huellas doradas...

Martín volvió a mirar por el telescopio y vio otro punto brillante en la acera, a la salida del colegio.

- Ése fue el día que saliste a defender a Pancho, ¿te acuerdas? Volviste a casa con un ojo morado y un bolsillo del guardapolvo arrancado.

Martín miraba la ciudad.

- Ese que está ahí, en el centro –siguió el viejo-, es el trabajo que le conseguiste a don Pedro cuando lo despidieron de la fábrica... Y el otro, el de la derecha, es la huella de aquella vez que reuniste el dinero que hacía falta para la operación del hijo de Ramírez... Las huellas que salen a la izquierda son de cuando interrumpiste tu viaje porque la madre de tu amigo Juan había muerto y querías estar con él.

Martín apartó la vista del telescopio y, sin necesidad de él, empezó a ver como aparecían miles de puntos dorados desparramados por toda la ciudad.

Al terminar de ocultarse el sol, el pueblo parecía iluminado por huellas doradas, que parecían muchas más porque las lágrimas que caían de sus ojos multiplicaban hasta el infinito las luces del pueblo.

Martín dio las gracias al viejo y volvió al pueblo. Este año, la fiesta iba a ser en su casa. Había muchos amigos a quienes quería volver a ver.

Sobre todos a aquellos que habían dejado huella en su vida.




Jorge Bucay.




Comentarios

  1. Exelente!!! son muy buenos los escritos de Jorge Bucay yo tengo casi todos sus libros. Gracias por compartirlo. Te mando un beso y buen comienzo de semana

    ResponderEliminar
  2. La publicación de hoy exalta la huella que dejas tu con cada publicación!

    Un Besito Marino

    ResponderEliminar
  3. Bucay siempre nos hace reflexionar con sus cuentos excelentes.

    Precioso el compartir en este tiempo tan especial cuando parece que nos sentimos más predispuestos a ayudar, cuando en realidad la Navidad tenía que sentirse en el corazón todo el año.
    Felices Fiestas, que estén llenas de amor para compartir con todo el que lo necesita.

    Un beso lleno de ternura

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

A todo caminante que la vida trajo por aqui, le agradezco que deje su huella. Un abrazo!!!

Entradas populares de este blog

Ayúdame a mirar...

“Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla. Viajaron al sur. Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando. Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad del mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura. Y cuando al fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió al padre: "¡Ayúdame a mirar!" ( Eduardo Galeano.) La petición del niño ante la sorpresa azul del inmenso mar es la más bella expresión de lo que hombres y mujeres podemos hacer unos por otros en la búsqueda permanente que marca nuestra existencia. ¡Ayúdame a mirar! Tú no puedes mirar por mí, no puedes obligarme a mirar, no puedes hacer que yo vea lo que tú ves, no puedes forzarme, no puedes prestarme tus ojos, tus ideas, tu experiencia. Pero puedes ayudarme. Ya me has ayudado con llevarme al sur, con atravesar la arena conmigo, con pone

Dicen que antes de entrar en el mar...

“Dicen que antes de entrar en el mar, EL RIO tiembla de miedo... mira para atrás, para todo el día recorrido, para las cumbres y las montañas, para el largo y sinuoso camino que atravesó entre selvas y pueblos, y vé hacia adelante un océano tan extenso, que entrar en él es nada más que desaparecer para siempre. Pero no existe otra manera. El río no puede volver. Nadie puede volver. Volver es imposible en la existencia. El río precisa arriesgarse y entrar al océano. Solamente al entrar en él, el miedo desaparecerá, porque apenas en ese momento, sabrá que no se trata de desaparecer en él, sino volverse océano.” Khalil Gilbran.

Decir lo que se siente...

Decir lo que se siente exactamente como se siente. Claramente, si es claro, oscuramente si es oscuro; confusamente si es confuso. Fernando Pessoa.